Cuando mi madre veía el anuncio de El Almendro, aquel de vuelve a casa por Navidad, se le saltaban las lágrimas. «Hija, qué blanda eres», ... le decía yo con toda mi arrogancia adolescente. Pero, sufridora preventiva como era, ya nos veía a las dos en ese anuncio: siempre pensó que el nido se le quedaría vacío porque a mí la ciudad se me quedaría pequeña. Mira tú por dónde, acertó a medias. Solo me fui unos pocos años, los suficientes como para fracasar en la universidad y volver comiéndome el orgullo y el amor propio a dos carrillos. Luego, la que dejó el nido vacío en contra de su voluntad, y de la nuestra, fue ella.
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Hoy recuerdo las lágrimas almendradas de mi madre porque mañana será el primer domingo de mayo que pase sin el heredero. Bueno, no me quejo, que me queda a tiro de piedra. O de coche: está en Granada, tierra soñada por mí y vivida por él. Otras madres, en cambio, tienen a sus hijos en las antípodas. Mi carnicera, literalmente, que el suyo ha plantado sus reales en Australia. «Se nos hacen mayores y se nos van», me dice mientras corta un solomillo de cerdo a medallones, «pero hay que dejarlos que vuelen». Termina de cortar la carne, la pone sobre un papel de estraza y, al envolverla, veo cómo se le enturbian los ojos.
Le respondo que sí, que hay que dejarlos que vuelen, que se larguen, que vean mundo, que se batan el cobre ahí fuera, que aprendan de qué va la vida, que no son ni los primeros, ni los últimos, ni los únicos. Pero lo dice mi cabeza, no mi estómago. Porque ahí es donde se nota el agujero de la ausencia, ese que te hace padecer a distancia, como los sufridores en casa del 'Un, dos, tres'. Que se vayan, sí, pero que vuelvan. Si es posible, antes de Navidad.
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