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El bodeguero Diego Magaña Tejero (42), en el chozo San Martín, a las afueras de Laguardia con Sierra Cantabria al fondo.
El bodeguero Diego Magaña Tejero (42), en el chozo San Martín, a las afueras de Laguardia con Sierra Cantabria al fondo. Rafa Gutiérrez
Jantour

Diego Magaña Tejero, el bodeguero de Rioja Alavesa que quiere hacer un vino inmortal

Paseo por las viñas con uno de los integrantes de la nueva camada de jóvenes bodegueros alaveses e íntimo de Raúl Pérez -uno de los mejores enólogos del mundo-. Él sintetiza el entusiasmo de una generación que persigue hacer «vinos eternos» en Rioja

Viernes, 30 de mayo 2025

Es sábado y recorremos de buena mañana la calle Mayor de Laguardia (levantada por obras) junto a Diego Magaña Tejero (Tudela, 42 años).

Uno de los bodegueros jóvenes con mayor proyección de España saluda a sus vecinos: a Alicia, de la Quesería Moraita, que reparte sus quesos frescos de cabra, a la señora con la que anda en tratos para comprar un par de viñas, al escultor Juanjo San Pedro, a Aitor Nadador, del restaurante-bodega SVGAR, el santuario donde amplía junto a amigos como Carlos 'Artadi' López de Lacalle o Eduardo Eguren su conocimiento casi enciclopédico de añadas, aromas, vinos y viñedos singulares.

Hace apenas un rato, a las siete y media de la mañana, con el paladar limpio y la cabeza fría, ha catado Diego Magaña en su piso de la calle Mayor las muestras de tres barricas del Rapolao berciano que probarán días después 50 sumilleres top en Riedel Barcelona y en la Taberna Laredo de Madrid. «Sé que el vino está bueno», resalta. «Quiero hacer un vino inmortal», suspira en una declaración de intenciones que vertebrará nuestra charla.

Diego Magaña Tejero trabaja para hacer un vino memorable en Rioja Alavesa, cumpliendo con un sueño que sembró su padre Juan Pío, quien trajo cepas francesas de Merlot y Cabernet Sauvignon a Barillas en 1972. Fotografía: Rafa Gutiérrez

Encarna Diego Magaña el espíritu de esa generación de hijos y nietos de bodegueros que han conocido el negocio del vino desde dentro, que han estudiado y han viajado y que se han divertido bebiendo auténticos pepinos y descorchando botellas que son historia. Sobre sus hombros recae ahora la responsabilidad de que se hable de ellos con nombre propio, sin apellidos. «Me he bebido los sueños y los vinos de mi padre y mi ilusión es que mi hijo pueda beberse los míos. Que farde de ellos por lo que son, no por los puntos que tengan», dice Magaña.

A ver cómo cuento esto sin que Freud asome demasiado la patita. Diego es hijo de Juan Pío Magaña. Su padre revolucionó el mercado en los 80 tras plantar en Barillas (Navarra) un centenar de hectáreas con plantas de Merlot y Cabernet Sauvignon traídas de matute de Francia. Elaboró vinos europeos antes de la Unión en una bodega con la firma de Rafael Moneo y plantó también viña para Faustino, los Eguren o Fernando Remírez de Ganuza.

En su garaje-bodega de Laguardia, catando los vinos Anza de sus barricas.

«Magaña es un apellido que me mete presión. A mí me mandaban a la bodega o a trabajar con los portugueses cuando me portaba mal. Era bastante trasto y rebelde. Jugaba a hockey sobre patines, salía de noche. Mi hobby era ir al gimnasio y cuidarme. En 2002 fui a estudiar a la Escuela de la Vid y el Vino, en la Casa de Campo, por obligación, sin gustarme. Es la verdad. Pero me junté con gente a la que les encantaba el vino y empecé a catar con ellos. Entendí entonces lo que tenía en casa. Y quise probar las mejores etiquetas del mundo».

La grandeza del château y Raúl

Ese mismo año hace la vendimia en Château Fallau; al regreso se alista en un máster de 900 horas en la Escuela de Ingenieros Agrónomos de Madrid. Más codos, más colegas para catar, más etiquetas legendarias. En 2004 y 2005 colabora con su padre; pero otro enfado en vendimias acaba con Magaña en la bodega argentina de O. Fournier, en el valle de Uco.

En plena trasiega en la bodega Vieux Château Certan en Pomerol, margen derecha del Gironda
Imagen - En plena trasiega en la bodega Vieux Château Certan en Pomerol, margen derecha del Gironda

Pero el despegue definitivo de su pasión tiene lugar en la bodega familiar Vieux Château Certan, en Pomerol, en la margen derecha de Burdeos. 2012. «Veo Saint-Émilion, descubro la pasión del vino», resume. «Trabajé y conocí la vida en un château, el modo de hacer vinos finos, con clase y sin tanta concentración. Vi la grandeza y sentí el deseo de formar parte de algo así. Estaba en esa liga porque en casa hacemos Merlot y Cabernet. Sentí el orgullo de tener esa posibilidad. Y entendí que el vino abarca toda tu vida. Una copa posee una capacidad absoluta para sobrecogerte, para darte pasión. En Château Certan supe qué es el gran vino, cómo son las botellas por las que la gente paga. Vinos legendarios», se emociona.

El sobrino del cubero Fortuna Martiartu, a quien conocimos en Murchante, regresó a casa «revolucionado». En 2013, Parker puntuó muy alto los vinos de la familia. Y, en un viaje comercial a EE UU, cenando y catando en el restaurante Solera de Manhattan, traba férrea amistad con Raúl Pérez, su barbado camarada, con el que coincide en una cierta manera de entender el vino y la vida (que, para estas gentes peculiares, viene a ser lo mismo).

«Raúl y yo hablamos el mismo idioma, pero él posee una capacidad ilimitada: es capaz de hacer el mejor vino del mundo, pero se la suda», dice sobre quien le mostró la senda de El Bierzo.

«El vino más grande de Rioja aún está por hacer. Ese es mi gran reto»

Más tarde, probando en SVGAR el Carramonte 2022 de sus Anza (llamados así en homenaje a Esperanza, la madre fallecida el 21 de abril de 2021 a los 73 años), Diego, con la misma sinceridad deslumbrante que asoma en sus vinos, me habla del deseo insatisfecho de su padre por trasladarse a Rioja. «Él tiene la capacidad y no le da la gana; es un genio, pero ha perdido la ilusión. Mi padre revolucionó las variedades y luego fue denostado porque no empleó uvas autóctonas. Trabajé un tiempo con él. Le dije que me dejara comprar un par de hectáreas en Rioja, que viniéramos al sitio bueno para hacer esos vinos que te hacen sentir pequeño». No hubo acuerdo.

«El sueño de mi vida es esta tierra, me conozco todos los parajes. En 2016, lo hice realidad. Compré mi primera viña, San Ginés, un viejo viñedo de apenas 0,9 hectáreas, en Laguardia. Lo adquirí por pura intuición. Son viñas prefiloxéricas plantadas en marco a 1,20. Soy un rescatador de viñas. Creo que lo más importante es el sitio. Aquí, en Rioja, tienes que ser responsable, consciente del lugar en que te encuentras, un sitio donde se pueden hacer vinos legendarios y que debes respetar», asegura con su pasión desbordante. «El vino más grande de Rioja aún está por hacer. Ese es mi gran reto. Cada pueblo, cada sitio, tiene un sabor. La mano del hombre decide: tú buscas la viña, el suelo», anuncia. «Pero lo que marca un vino son tus tomas de decisión. La grandeza no está en la calculadora de Parker ni en la mejor barrica ni en muscular los vinos de forma artificial. La uva tiene que tener ese sabor crujiente, un sabor singular, que he llegado a aprender», explica. «Ese es el momento mágico: como corto la uva va a saber el vino. Y el sitio es el que te da la grandeza».

A la sombra en San Ginés, un pago con cepas prefiloxéricas cuidadas como un jardín.

«El terror mío era fallarle a mi padre», repite un Diego Magaña, que se define como «el resultado de todos» sus errores.

Hoy tiene en propiedad 4,5 hectáreas en Rioja Alavesa donde elabora unas 32.000 botellas. Con 42 años y 22 vendimias a las espaldas (algunas más si se suman las francesas y argentinas y las triples en Rioja, Navarra y Bierzo) asegura que tiene que darse prisa «porque esto no es eterno».

Cuando le pregunto por el mejor vino que ha tomado el recuerdo de la madre aparece de nuevo. «Abrí con ella, que ya estaba en sillas de ruedas, un Reserva Falletto de Bruno Giacosa del 86 que había comprado a Luisito, del Remigio de Tudela, un coleccionista. El vino hace el mundo», acota. Me habla de un iniciático Calchetas del 2000 y recita las cuentas del rosario que este bodeguero ha ido engarzando con otros jóvenes de Rioja: un Bilbaínas del 55, un Contino del 81, Imperial del 70, un Vega Sicilia del 70...

En sus botellas de Anza (anoten Dominio de Anza San Ginés y Finca El Rapolao) aparece el lema 'Verdad Vino'. «He nacido para hacer un vino de verdad. Yo no lo veo como un consumidor. Para mí cada sorbo es una especie de autopsia».

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