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El nuevo pop da predominio a la primera persona y reduce la complejidad de los textos para adaptarlos al 'streaming'El pasado reciente. ¿Quién se acuerda del relato noir comprimido que cantaban Alaska y Dinarama en 'Perlas Ensangrentadas'? ¿El detallado arrebato celoso de Hombres G ... en 'Devuélveme a mi chica'? ¿Las referencias al Duero y Machado en 'Camino Soria de Gabinete Caligari? ¿Los relatos breves y misteriosos de Golpes Bajos? ¿La crónica de sucesos que The Boomtown Rats convirtieron en un 'hit' imperecedero con 'I Don't Like Mondays', la canción basada en la adolescente estadounidense Brenda Ann Spencer que en 1979 mató a dos personas tras descargar un rifle en un colegio de San Diego?
Posiblemente haya que ser un aficionado a los clásicos o alguien que se acerca, o ha superado, la edad de jubilación para recordar la época en que las letras del pop eran terreno abonado a los microrrelatos y existían multitud de artistas que escribían canciones profundamente literarias como Bob Dylan, Bruce Springsteen, Billy Joel, Patti Smith, Leonard Cohen o Janis Joplin. Cualquiera podía acercarse a una tienda de discos y encontrarse con los ripios de Joaquín Sabina, las historias en píldoras de Mecano, los estimulantes ejercicios intelectuales de Lou Red o aquel primer sencillo de Blondie, 'X Offender', que contaba la historia de una prostituta que se enamora del policía que la está deteniendo con el crudo verbo del punk urbano.
Historias, historias. Impactos, impactos. Con estos últimos ya se sabe lo que ha sucedido. El choque cultural de canciones como 'A hard rain's a-Gonna Fall' o 'The Times They Are a-Changin', por las que Bob Dylan se hizo merecedor del Nobel de Literatura, ha sido sustituido ahora por el algoritmo. El 'streaming' manda. ¿Pero qué ha pasado con las historias?
El pop hoy es el metapop, un universo cuyos límites se ensanchan hasta difuminar fronteras e incorporar bases de otros géneros. Todavía hay singularidades. Resistentes que mantienen la vieja estructura de prólogo, nudo y desenlace, roqueros que creen en la palabra (Loquillo, 'Europa'), novísimos post-punks incendiarios cuyas frases son como revólveres con el tambor repleto (Da-Cat) y elegantes bandas de inspiración Razzmatazz como We are Mono. Pero es una realidad asumida que la tendencia actual busca la sencillez en las letras, lo adhesivo en las melodías y una prevalencia de la reflexión personal sobre el cuento. ¿Es mejor o peor que el pop de hace cuarenta años? ¿O, simplemente, resulta diferente?
Un equipo de investigadores alemanes y austriacos publicó el año pasado el resultado de un estudio sobre 352.320 canciones compuestas entre 1970 y 2020. El análisis, según la revista 'Sciencie', puso de manifiesto que las letras habían experimentado un descenso de calidad y que la estructura se había vuelto repetitiva con el paso del tiempo. El pop adelgaza. Temas de lírica y armonías largas y complejas como 'Mr Blue Sky', de la ELO, hoy resultan una 'rara avis'.
Pero si bien el género se ha aligerado en lo literario, también se ha abierto a un universo más personal que en los 80, cuando la camisa solo se la rompían los baladistas y los nuevos románticos. En 'Formation' Beyoncé rinde homenaje al Black Lives Matter en una canción que combina orgullo racial y denuncia política. Ariana Grande utiliza todo un álbum, 'Eternal Sunshine', para explicar las inseguridades, el amor, la soledad, el respeto, el perdón o la bondad de las relaciones sentimentales. Miley Cyrus -ayyy, ¿dónde quedó Disney?- diserta sin tapujos sobre sexualidad en 'Midnight Sky' y 'River', Bad Bunny rompió esquemas en 2018 al llevar a la música la salud mental. Vega también normalizó los «días confusos» en 'Bipolar'.
Cada época tiene sus dioses y sus demonios. Hace 40 años muchos jóvenes compositores bebían del pop británico y la herencia narrativa de grupos y solistas de los 60 y 70 al mismo tiempo que se esforzaban en desligarse de ellos -¿qué adolescente no abomina de la generación anterior por antigua?- con estéticas y expresiones diferentes, divertidas, transgresoras o experimentales. Hoy, la filosofía online ha roto la cadena. Las señas de identidad son los impactos, una nueva manera más rápida de informarse y la capacidad sensorial para conectar y dejarse llevar en lo auditivo.
La propia instrumentalidad del pop ha cambiado. Un repaso a la última década revela que ya no existen perchas. La intro que antaño formaba un valor indiscutible en la identidad de la canción, aquella decena de compases introductorios que invitaban a precipitarse en el abismo, ha desaparecido. Los solos de guitarra y teclados que ponían el sello a la personalidad y el virtuosismo de un músico o una banda se acortan o eliminan. 'Baker Street', de Gerry Rafferty, o 'Layla', de Eric Clapton, son parte de una historia que de momento no regresará.
La voz ocupa los espacios. Estribillo, estribillo, estribillo, y fin. La canción es un tren bala. Hay que evitar paradas innecesarias, distracciones o esa fatiga del oyente que tanto temen las plataformas de 'streaming'. La posibilidad de que una persona pase de una canción a otra sin casi escucharla es la pesadilla. A cambio, conseguir que el peso armónico se concentre en esos pocos segundos que dura un vídeo en TikTok representa la alquimia del éxito.
En esta reestructuración del pop tiene mucho que ver la influencia de las nuevas tecnologías. El trabajo de estudio nunca ha sido tan digital ni tampoco más intenso. Los compositores se acercan al perfil del programador. Bizarrap es un maestro de las bases. Björk lanzó en 2011 'Biophilia', un trabajo adaptado tanto a su consumo tradicional como a Internet y las aplicaciones móviles. El autotune es la varita mágica de los milagros. Y artistas y compositores utilizan bibliotecas que ponen al alcance mantos sonoros impensables hace unas décadas sin el concurso de una orquesta o un muro de sintetizadores. Quizás se esté asesinando al virtuosismo, pero una buena base digital soslaya la complejidad de formar un grupo de músicos orgánicos.
Con más de 400 millones de clientes, 10 millones de artistas colocaron un tema en Spotify en 2023. Sin embargo, solo 235.000 tocaron el cielo. En otras palabras, publicaron al menos una decena de canciones y contabilizaron una audiencia superior a los 10.000 oyentes mensuales, según la propia plataforma. Incluso con la democratización de la profesión y el auge del 'streaming', triunfar y hacer rentable un cancionero no es tarea fácil.
Por eso, el pop 'mainstream' domina el ecosistema frente a la menor fluidez que puede encontrarse en el rock, el folk o el blues. Géneros menos convencionales y predecibles, la ausencia de patrones tan repetitivos, la mayor longitud de las canciones, los pasajes instrumentales y unos textos por lo general más narrativos y visuales los convierte en difíciles de normalizar. Si un aficionado busca rock clásico, sinfónico o hard rock, encontrará abundantes mixes que agrupan en el mismo cajón clásicos de Queen, Supertramp, Elvis Presley, Elton John y Bruce Springsteen, pero difícilmente le derivarán hacia Revolution Saints, Willie Nile, Leslie West o Popa Chubby. El interesado deberá hacerse su propia playlist.
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Aunque existe todo un modelo de negocio exitoso entre discográficas, plataformas y artistas -algunos de los más grandes convertidos incluso en socios de estas-, el algoritmo sigue mandando mucho. Es el '1984' de George Orwell. Un buen patrón desnuda una canción por completo: número de palabras, repetición, cadencia, ritmo, perfil acústico e incluso la capacidad de ser bailabe o de desprender buen rollo. El algoritmo contabiliza el número de reproducciones. Cuantas más, mejor, se posiciona. Y conoce los gustos del oyente y le aconseja listas,
Todo ese proceso condiciona las letras y hace que artesanos de la palabra de la talla de Patti Smith, o en el caso español Joaquín Sabina o Serrat, no sean visibles en las cimas de los 'hits' digitales. En cambio, Quevedo conquista los charts con temas pegadizos y sin complicaciones que abren el debate sobre si son simples o una muestra de genial naturalidad. De Taylor Swift se afea su tránsito de un pasado cantautor a un modelo de comercialidad a nivel industrial. A otra reina del pop, Dua Lipa, se le agradece en cambio un pop perdurable y menos convencional. El éxito es flotante.
Swift escribe todas sus canciones, o eso dice la leyenda, pero la escala ahora es otra. En 2022 confesó que, según el planteamiento que elija, acomete el papel en blanco como la bisabuela de Emily Dickinson, una joven borracha o una pintora minuciosa. Sin embargo, hay una gran cantidad de música que ya no se escribe en la soledad de una habitación y eso aumenta el peligro de los convencionalismos. Se procesa. Surge en campamentos de fabricantes de hits, de forma semejante a las superproducciones de Hollywood que ensamblan escenas de acción cuya eficacia para levantar picos de audiencia ha sido probada. Andrew Oldham encerró en una habitación a Mick Jagger y Keith Richards hasta que escribieron su primera canción original, 'As Tears Goes By'. Hoy, solo los viejunos se emocionan con la historia.
Si una zona del pop es capaz de sobrevivir en cualquier ecosistema, ya sea analógico o digital, esa es la balada. La canción romántica cumple los estándares prototípicos para formar un vínculo instantáneo con el oyente, surja de un microsurco, una app o la banda sonora de una película. Conecta con las principales emociones del ser humano, es fácilmente entendible, apela gozosa o dramáticamente a experiencias reconocibles -el caso es alegrarse o sufrir- y tiene una estructura estable y sencilla.
Qué inmenso es el poder del amor, cantaba ABC en plena efervescencia del romanticismo en los 80. Y unido a la música, resulta el mejor afrodisiaco del 'streaming'. Basta un ejemplo: la elegante y vocalmente superlativa 'Die Whit a Smile', una balada a dúo entre Lady Gaga y Bruno Mars, se ha convertido en la canción que más rápidamente ha rebasado los mil millones de reproducciones digitales. Mil millones en apenas unos meses. Es para pensárselo.
La importancia del nombre y el momento resultan claves para hacer saltar el algoritmo, algo así como conseguir el Euromillón con una sola apuesta. Dolly Parton escribió 'I Will Always Love You' en 1974 y llegó al número uno de las listas country. Pero cuando Whitney Houston la hizo suya, se disparó alrededor del mundo. Con cada revisión a la trágica vida de la intérprete de Nueva Jersey, el tema cobra nuevo valor en las plataformas.
La tradición española ha dado grandes baladistas. Pero si alguien tiene el mérito de superar la barrera entre lo físico y lo virtual, llamen a Alejandro Sanz. Su capacidad de componer melodías adhesivas solo es comparable a la de trascender del microrrelato romántico al drama absoluto.
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