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No siempre ha sido fácil determinar el color de la fumata. La pintoresca idea de anunciar el nombramiento de un nuevo Papa mediante la emisión de humo blanco data de 1914, aunque ya antes los cristianos se reunían en la plaza de San Pedro para escrutar la chimenea del Vaticano. Cuando la votación no había sido provechosa, los cardenales quemaban las papeletas, así que una bocanada negra era señal inequívoca de fracaso. La falta de humo era, en todo caso, la que anunciaba la buena nueva. La técnica se ha ido perfeccionando con los años. Ahora se utilizan productos químicos de nombres fabulosos: perclorato de potasio, antraceno y azufre para la fumata negra; clorato de potasio, lactosa y colofonia para la blanca. La estufa utilizada para destruir las papeletas es la misma desde el año 1939, pero en 2005 se añadió otra, eléctrica, para agregar los colorantes. Los vapores, mezclados, acaban saliendo por la chimenea instalada sobre la Capilla Sixtina.
Antes de que la química llegase en ayuda del espíritu, las cosas no solían estar tan claras. El cónclave convocado tras la muerte de Pablo VI comenzó el 25 de agosto de 1978, bajo un calor sofocante. Un día después, en la cuarta votación, los fieles congregados frente a la basílica vaticana vieron salir un humo grisáceo, de color incierto, que al cabo de unos segundos pareció volverse más oscuro. Durante varios minutos las discusiones cromáticas arreciaron entre los asistentes, aunque muchos de ellos, decepcionados, fueron abandonando sin prisas la plaza. Sin embargo, media hora después, las ventanas de San Pedro se abrieron y se oyó por sorpresa la voz del cardenal protodiácono, Pericle Felici, proclamando: «Habemus Papam».
Vestido con el solideo blanco y entre aplausos de incredulidad, se asomó al balcón de las bendiciones el patriarca de Venecia, Albino Luciani. Por primera vez en la historia tomó un nombre compuesto, en homenaje a los dos pontífices que le antecedieron: Juan y Pablo. No interrumpía la secuencia de papas italianos, que se prolongaba ya durante 455 años, pero tampoco era el favorito. Pronto se vio que aquel cardenal era un tipo singular: hijo de un albañil socialista que tuvo que emigrar a Alemania, alejado de los manejos de la Curia romana, poco amigo de protocolos, siempre sonriente. Se dice que, cuando entró al Seminario, su padre le envió una carta para darle un consejo: «Espero que, cuando seas cura, te pongas de parte de los pobres y de los trabajadores porque Cristo estuvo de su parte». Quizá sea una anécdota apócrifa, pero revela con cierta exactitud el carácter de monseñor Luciani, un hombre humilde que pasó hambre durante su infancia y que en alguna ocasión llegó a defender la venta de tesoros de la Iglesia para ayudar a los menesterosos. Ya como Papa, decidió prescindir del plural mayestático en sus declaraciones, aunque los editores de 'L'Osservatore Romano', el periódico oficial de la Santa Sede, le corregían y le cambiaban el 'yo' por el 'nos'.
Duró 33 días. Casi cincuenta años después, su brevísimo pontificado –el undécimo más corto de la historia– sigue despertando interés. En 2006 rodaron una miniserie sobre su vida, 'La sonrisa de Dios', y hasta Francis Ford Coppola lo convirtió en un personaje de 'El Padrino III', aunque con el nombre cambiado. No han dejado de aparecer libros sobre su vida y, especialmente, sobre su muerte, que continúa alentando teorías conspirativas. «Su repentino e inesperado fallecimiento, después de un pontificado que duró poco más de un mes, ha levantado una miríada de teorías, sospechas, suposiciones», advierte el actual secretario de Estado del Vaticano, Pietro Parolin, en el prefacio a la obra 'Papa Luciani. Crónica de una muerte', de la periodista Stefania Falasca. Aunque el cardenal Parolin asegura no creer en las «películas de cine negro» que durante décadas se han montado sobre Juan Pablo I, reconoce que el patriarca véneto trajo a la Iglesia «vientos de cambio y de novedad evangélica» finalmente frustrados.
En realidad, no hace falta mucha imaginación para escribir truculentas novelitas sobre el caso: basta con apuntar el contraste entre Albino Luciani (el hijo del albañil emigrante, el niño que pasó hambre, el tipo humilde que quería estar al lado de los pobres) y la Curia de 1978, con la banca vaticana metida en turbios negocios con logias masónicas y familias mafiosas.
Sea como fuere, los libros de historia recogen que Juan Pablo I murió de un infarto a las once de la noche del 28 de septiembre. Tenía 65 años. Apenas un mes antes, un humo extrañamente negro había anunciado su elección como Papa.
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Jon Garay e Isabel Toledo
Daniel de Lucas y Josemi Benítez (Gráficos)
Cristina Cándido y Álex Sánchez
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