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«Vine a Motos porque me dijeron que acá vivía un solo habitante, un tal Matías López. Vine a buscar la zona cero de la ... despoblación, el punto justo donde el tumor de la soledad se transmuta en metástasis de la desolación». Así comienza 'Los últimos', el magnífico libro de Paco Cerdà, la biblia de la despoblación rural junto a la 'España vacía', la obra de referencia de Sergio del Molino que abrió el debate sobre el abandono de una periferia olvidada, a la que nos hemos dado un salto.
Hemos venido a Benamira, un rinconcito del sur de Soria, otra 'zona cero' de la España vaciada. Aquí nos recibe con una sonrisa espléndida y los brazos abiertos su único habitante Fernando del Amo... amo, guardián y señor de Benamira. «¡Bienvenidos a Benamira!», exclama un enérgico y jovial Fernando (solo tiene 38 años) que con sus Adidas, sus vaqueros y ese jersey naranja rompe con el estereotipo del humilde octogenario de arrugas profundas y bastón en ristre que cabría esperar por estos lares rebosantes de verdor primaveral.
Fernando es el único morador de Benamira, el pueblo de sus abuelos y donde lleva afincado 16 años (desde que tenía 22). Llegó por trabajo en 2009 junto a su pareja de entonces y cuando en Benamira sólo vivía otro vecino, Pedro. Se iban a quedar cuatro meses, pero fue encadenando un curro con otro y ya no se movió. Unos años más tarde la novia voló («éramos mucha gente, demasiado estrés», bromea) y «el Pedro, que estaba jubilado, murió antes de la pandemia». Desde hace seis años vive solo, o mejor dicho es el único que reside allí durante todo el año, porque Benamira, que tiene 58 casas –en general bien conservadas– rompe su silencio los fines de semana y en verano, cuando regresan los vecinos con segunda residencia y la chiquillería alborota las calles.
Fernando se gana la vida (1.500 euros a mes) como empleado de mantenimiento del Ministerio de Transportes en la A-2, en el tramo que va de Soria y Guadalajara a Zaragoza. Buena parte del año se la tira conduciendo un camión quitanieves y esparciendo sal (en invierno la temperatura desciende por debajo de los -10ºC), pero también auxilia a conductores accidentados, atiende averías, retira restos de animales atropellados e informa de incidencias con las señales de tráfico.
Trabaja de siete a tres y dedica las tardes a echarse la siesta (se levanta antes de las seis de la mañana porque se desplaza a Arcos de Jalón, a 24 kilómetros, a recoger el camión), a hacer ejercicio corriendo por los cerros que rodean Benamira, a cocinar (es un magnífico chef que sube a Instagram sus recetas rurales en las que borda el guiso de níscalos con ternera y la tarta de queso) y a preparar sus monólogos... sí sus monólogos, porque Fernando es también cómico y sus bolos de fin de semana le han llevado por toda España.
A él le gusta decir que es monologuista «por obligación» por aquello de que no convive con nadie más, pero lo cierto es que la peña se parte con sus charletas en las que describe en clave de humor cómo es eso de tener un pueblo solo para ti, sin más compañía que Duro y Mirón, sus dos perros labradores. «En muchos sitios no se lo creen; me ha pasado en Madrid, en Cádiz, en Barcelona... flipan bastante». En los monólogos cuenta que a sus 38 palos es el más joven, el más guapo, el más simpático, el más alto, el que más liga del pueblo... y todo lo contrario. «Es lo que tiene ser el único». Tambien habla de su vida en Benamira. De cuando en pleno agosto llega el panadero y en la cola los vecinos se ponen al día de los chismes; de lo que gusta en los pueblos presumir del huerto; de los adolescentes que dicen «bro» y «rándom» en un lenguaje incomprensible para el resto; o de las siete mantas con que se abriga en las noches de noviembre al 40 de mayo y que le inmovilizan como «un Tutankamón» en el camastro. Al final al público le queda la idea de que Benamira no es un mal sitio para vivir.
Situado a 145 kilómetros de Madrid y a 90 de Soria, esta pedanía de Medinaceli se erige a 1.100 metros de altitud entre cerros, barrancos y manantiales que riegan el fértil valle del Jalón (el río nace al lado) y surten de agua fresca a la fuente de la Plaza Mayor y al viejo lavadero, donde una placa recuerda a las mujeres que sostuvieron Benamira «con su esfuerzo y sacrificio». Entre los nombres tallados figuran Toribia y Baldomera, la abuela y bisabuela de Fernando.
En la plaza hay un frontón que en verano se llena de chavalería («para los niños el pueblo es la libertad total, lo pasan bomba») y un antiguo horno de pan reconvertido en local de ocio que dispone de futbolín, mesa de ping-pong y un sencillo escenario, donde Fernando empezó a hacer sus pinitos de monologuista, «más que nada para echar el rato en las fiestas». No se le daba mal, sus paisanos se reían y al final le picó el gusanillo y dio el salto al mundo del espectáculo, compaginándolo con su trabajo en la autovía. Ya va por 400 actuaciones. «Para vivir en un pueblo sin poder salir tanto, no está mal», comenta.
Aunque en Benamira no hay bar sí cuenta con una Asociación de Amigos que ocupa las dependencias de las antiguas escuelas, donde el último alumno se despidió hace 52 años. En sus mesas los vecinos se juntan a jugar al guiñote y al mus alargando las noches estivales. Fernando tiene las llaves del local y de la caja, y se ocupa de que la despensa esté surtida. «Si quieres tomar algo, lo coges y dejas el dinero. Un café de cápsula cuesta 50 céntimos, un quinto de cerveza, un euro veinte, la bolsa de patatas, un euro. Nunca hemos tenido problemas». Será por eso que Benamira se declaró neutral en la Guerra Civil.
Eso sí, el alcohol ni lo prueba estando solo. «Caer en la bebida en los pueblos pequeños es muy fácil. La soledad te lleva a una cerveza y luego a otra, a otra… Yo, si bebo, lo hago acompañado. Es una regla que me he autoimpuesto, la llevo a rajatabla porque he visto tajadas monumentales».
Benamira recupera el pulso en las fiestas de agosto con el regreso de los descendientes de los que se marcharon en los 60, cuando llegaron a poblarlo 200 habitantes. «Por aquella época todo el mundo tenía tierras y ganado, se montó una cooperativa e hicieron dinero y muchos se compraron pisos en Madrid, Zaragoza y Barcelona». En los 90 apenas quedaba un alma y en los meses más fríos el pueblo era un desierto. «Los inviernos son duros, pero yo llevo 16 y estoy muy a gusto».
La casa de Fernando, que construyeron sus tatarabuelos en el siglo XIX, está bien equipada con chimenea y radiadores, y sus gruesos muros de piedra la defienden de cualquier inclemencia que ose llamar a la puerta. Por fuera es muy coqueta, y como el tío es un manitas de la madera y la forja, ha decorado la fachada con geranios y petunias que asoman de unas jardineras de colores que le dan un toque alegre. En un recodo se ha montado un horno de leña y una barbacoa, donde al calor de las brasas reúne a otros monologuistas que van a visitarle. Alguno ha barajado quedarse. No es mal plan. Hay una casa en venta de tres plantas y huerto por 25.000 euros. Lista para entrar a vivir.
Fernando lleva once meses ennoviado con Carmen. «Nos conocíamos desde hace veinte años y nos hemos reencontrado en las carreras de montaña». Ella vive en Guadalajara (a 90 kilómetros) y trabaja en Madrid, pero de momento no quiere saber nada de afincarse en Benamira. Cuando no queda con Carmen lo hace con sus colegas de Medinaceli y Sigüenza, donde jugó al fútbol en el equipo local. «Para nada siento esa soledad de vivir solo; te diría que tengo más vida social que mis amigos de Madrid. Y el móvil también ayuda porque no te sientes aislado. Hombre, hay veces que vuelvo tarde y está todo oscuro y sabes que no hay nadie y piensas joder qué pena, si al menos viviéramos ocho o diez todo el año... Y me entra la nostalgia de pensar que todo lo que levantaron nuestros abuelos se está quedando vacío. Al menos Benamira se va manteniendo, porque otros pueblos están abandonados».
Él no se plantea moverse. «No sé si es orgullo o temeridad, pero si hay que marcharse y apagar la luz, por mí que no sea». No cambiaría su terruño por nada y se recrea con las experiencias que le brinda vivir rodeado de naturaleza y silencio, como el guardián de un pequeño rincón del mundo, disfrutando del encanto y la calma que solo un pueblo así puede ofrecer. «A veces salgo en pijama a dar una vuelta de noche y me quedo mirando las estrellas en el cielo; me puedo tirar una hora ensimismado. Está todo tranquilo y de vez en cuando escuchas el berreo de un corzo, una gozada».
Fernando baja la voz para hablar de los fantasmas de Benamira, que le acompañan desde las sombras en sus solitarias rondas nocturnas, y aunque alguna madrugada cree haber escuchado sus carcajadas, prefiere dejar el misterio flotando en el aire «para no asustar al personal». Ahí tiene material –eterno– para sus monólogos.
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