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«Sólo aceptamos oro o cash», bromeaba Suceso Lafuente Vega, de la frutería El Jalón, mientras la cola de clientes en la calle Manuel Allende ... iba aumentando en el momento crítico del apagón. Su hermano Íñigo, en la puerta, al sol, hacía la cuenta de una parroquiana con papel, boli y el empleo de una calculadora solar. «Nos hemos arreglado como se ha hecho toda la vida: con una báscula analógica (la clásica Mobba con plato de pesaje hecha en Badalona) y con esta calculadora solar», apuntaba Íñigo Lafuente.
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Y, también, desempolvaron algo que no falla nunca. «La confianza en los clientes habituales. Con ellos basta la palabra dada», aireaban. Justo al lado, en la carnicería Biotza, Iñaki del Palacio usaba ese mismo ingrediente, conquistado tras muchos años de trato. «Quien ha querido comprar un filete o un entrecote se lo ha llevado, aunque ya les hemos avisado que lo iban a tener difícil para freír. Como no funcionan ni las básculas ni las calculadoras pagarán cuando se pueda. La mayoría ha comprado cosas frías, latas de espárragos y cosas así», subrayaba el carnicero mientras no perdía de vista el control de temperaturas de sus cámaras.
«La de dentro está a 3º, y puede llegar hasta los 9º sin que se produzca ningún problema en la conservación. Estas de fuera están ahora a 6º y están en un rango correcto», explicaba el profesional a la espera de que se recuperara el suministro.
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En la cercana calle de García Rivero, Susana Tierra, propietaria de El Huevo Frito, y María Ramírez, despachaban pintxos fríos (raciones de ensaladilla rusa, bocaditos de jamón y sándwiches) en medio penumbra a los clientes. La llegada a la barra de una tortilla de patatas caliente, recién cuajada, fue recibida con alborozo. «La cocina es de gas, así que por ahí ningún problema. Para los menús del mediodía, nos toca esperar», suspiraba Susana.
Yolanda Liñera, de la Cafetería Larragán, levantaba a primera hora de la mañana la persiana de su local después de unos días de vacaciones. En las mesas, un par de parejas maduras, que habían reservado, aguardaban (con la natural desazón) el desenlace del incidente. «Tengo los congeladores llenos de género. Desde el sábado he estado preparando y elaborando para arrancar a tope», decía Liñera mostrándome la olla exprés en su cocina. «Ahí están mis vainitas calientes. Y las patas, el rabo... todo está dispuesto», suspiraba la mujer.
En el Indusi, los parroquianos habituales tiraban de bocadillos de jamón y chorizo ibérico. Los revueltos de hongos, sustituidos a esa hora por obligación por platos de Joselito. «Cobramos en metálico si se puede. La cocina no funciona porque la parrilla está conectada al extractor», señalaba Aritz Eder Petralanda que, casualidad, esperaba la visita de su familia de Labastida. Javi Zuazaga, cliente habitual, uno de esos parroquianos que siempre paga en metálico, bromeaba intentando liquidar su ronda con el móvil «por primera vez en la vida». «En los años que llevamos en este negocio, lo que no nos fallado nunca es la confianza», establecía Aritz Eder Petralanda.
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